
Por: Editorial Macondo Noticias
La crisis diplomática entre Colombia y Estados Unidos ya no es una advertencia: es un hecho. Las declaraciones del presidente Gustavo Petro en respuesta al llamado a consultas del Encargado de Negocios interino de EE. UU. en Bogotá, y su decisión de llamar a consultas a Daniel García-Peña, embajador colombiano en Washington, no hacen más que echarle gasolina a un incendio que comenzó con una chispa peligrosa: los audios de Álvaro Leyva.
En estos, el excanciller afirmaba que se gestaba un golpe de Estado contra el presidente y que estaba en contacto con figuras clave de la política estadounidense. Una afirmación temeraria que derivó en una tormenta política internacional. Las respuestas de congresistas como Carlos Giménez, quien calificó a Petro de “drogadicto corrupto” y “peón de Maduro”, y Marco Rubio, quien tachó las afirmaciones del Gobierno colombiano como “infundadas y reprensibles”, no tienen precedentes en la historia reciente de la relación bilateral.
Y en vez de calmar las aguas, el presidente Petro ha optado por profundizar la grieta. Su respuesta en X, cuidadosamente redactada, parecía buscar un tono de estadista, pero terminó reforzando el mensaje de confrontación. No hay gesto diplomático en una carta pública de siete puntos que mezcla transición energética, la junta del narcotráfico en Dubái, Palestina, la CELAC y hasta el conflicto Rusia-Ucrania, como si todo hiciera parte de una misma disputa con Estados Unidos.
Esa respuesta presidencial —llena de ideales, pero alejada del contexto urgente de esta crisis— parece más un manifiesto ideológico que una estrategia diplomática. El problema no está en los temas abordados, muchos de ellos legítimos y relevantes; el problema está en el momento, el tono y la falta de autocrítica. Mientras el presidente habla de Amazonía y deuda por acción climática, Estados Unidos está advirtiendo que se siente profundamente agraviado por un Gobierno que, en su opinión, ha cruzado la línea de la irresponsabilidad política.
En medio del caos, la cancillería está debilitada, sin una figura fuerte tras la salida de Laura Sarabia, y sin señales de recomposición. La diplomacia colombiana, que durante décadas supo navegar entre diferencias ideológicas sin romper los lazos con Washington, hoy parece no tener timonel. Y eso no es solo un problema simbólico: Colombia depende profundamente de la cooperación internacional, de la inversión extranjera y de su papel en los organismos multilaterales.
La relación con Estados Unidos no es una camisa de fuerza ni una relación entre iguales. Pero tampoco es un juego que se pueda tensar sin consecuencias. Si el presidente Petro cree que puede dar una lección moral a la primera potencia mundial sin pagar un precio diplomático, económico y político, está jugando una apuesta peligrosa que pagarán todos los colombianos.













































