Por: Jesús Navarro
Barranquilla está cambiando. El concreto avanza, los parques florecen, los colegios se renuevan, y la ciudad vibra con un ritmo de transformación que la pone a la vanguardia del Caribe colombiano. El alcalde Alejandro Char ha hecho de su gestión un motor de obras públicas, de inversión social y de infraestructura. Nadie puede negar el esfuerzo decidido por mejorar la calidad de vida de los barranquilleros. Pero en medio de ese progreso sostenido, la inseguridad se ha convertido en la sombra que empaña los logros locales.
Mientras se inauguran escenarios deportivos y se entregan nuevas avenidas, la ciudad se llena de un temor silencioso. Hay miedo de abrir negocios, de transitar de noche, de que los hijos se demoren al volver a casa. Las cifras de extorsiones, homicidios selectivos y amenazas siguen creciendo, golpeando tanto a comunidades vulnerables como a sectores productivos. Hoy, Barranquilla respira, pero lo hace con zozobra.
Y lo más doloroso es que no se trata de desidia local. El Distrito ha invertido en tecnología, ha modernizado su cuerpo de Policía, ha instalado cámaras, botones de pánico y centros de monitoreo. Pero la delincuencia desbordada no se resuelve solo desde lo municipal. Se alimenta de un Estado nacional que ha dejado vacíos, que ha debilitado a la Fuerza Pública, que ha privilegiado discursos sobre seguridad en lugar de acciones efectivas.
El gobierno de Gustavo Petro ha optado por una narrativa ideológica —la llamada “paz total”— que en la práctica ha desprotegido a las regiones. Bajo la idea de reconciliación, se ha desmontado la presión institucional sobre el crimen organizado, y en ciudades como Barranquilla se siente con crudeza. La ciudadanía está sola frente al delito. Los alcaldes hacen lo posible, pero el abandono del Gobierno nacional es evidente.
No se construye paz con retórica, mientras las bandas marcan territorio. No se puede hablar de transformación social, si se debilita la justicia, si se romantiza al victimario o se desprecia el respaldo a los uniformados. Barranquilla necesita más que cámaras y operativos locales: necesita un Estado que actúe, que proteja, que responda.
Y ahí está el verdadero reclamo: no hay un plan integral de seguridad, no hay presencia contundente del Estado en los barrios donde se incuban las redes del crimen. Mientras tanto, la ciudad crece en concreto, pero se encoge en confianza.
¿De qué sirve tener nuevas plazas, puentes y parques si vivimos encerrados por el miedo? Una ciudad no se define solo por lo que construye, sino por la tranquilidad de quienes la habitan. La seguridad no es un lujo, ni una dádiva. Es un derecho, y cuando el Estado lo desconoce, también pierde su legitimidad.
Esta columna no es una crítica destructiva. Es un llamado urgente al Gobierno Nacional: si no protege a Barranquilla hoy, si no atiende las señales de alarma, podría condenar a la ciudad a un retroceso que ni el mejor de los desarrollos urbanos podrá evitar. Barranquilla no pide milagros. Solo que no la dejen sola.
ACLARACIÓN EDITORIAL
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